lunes, 28 de noviembre de 2011

Sancho VII, el Fuerte, de Navarra en la batalla de las Navas de Tolosa




SANCHO VII, EL FUERTE, DE NAVARRA Y LA BATALLA DE LAS NAVAS DE TOLOSA


            Aprovechando la ausencia del rey, Sancho VII el Fuerte, que desde el año 1198 se encontraba en las tierras africanas del Magreb, en el año 1199, Alfonso VIII de Castilla y Pedro II de Aragón invaden conjuntamente el reino de Navarra, el castellano por el sur, entrando por tierras alavesas y el aragonés por el este, por la zona de Aibar y Sangüesa.
            Y a su vuelta en el año 1200, Sancho el Fuerte, encuentra sus reinos  reducidos prácticamente a la mitad, tras la pérdida de veinticuatro castillos y plazas fuertes y las provincias de Guipuzcoa, Álava y la parte de Vizcaya -hasta el Duranguesado- que poseía a manos de los castellanos y de dieciocho a manos de los aragoneses. Y si la parte aragonesa fue más tarde liberada no sucedió lo mismo con la castellana, nunca más recuperada.
            ¿Y qué hacía Sancho el Fuerte en tierras africanas? ¿Qué era tan importante para dejar sus reinos, teniendo la seguridad de que iba a suceder lo que así sucedió, pues no podía ignorar que sus vecinos no iban a desaprovechar una oportunidad tanto tiempo deseada?
            Existen varias versiones en las que parecen mezclarse la realidad con la leyenda. La primera, refrendada por el riguroso cronista inglés Roger de Howeden en su Chrónica -De Gesta Regis Henrici Secundi y De Gesta Regis Ricardi-, una verdadera Historia de Inglaterra que va desde el año 732 hasta el 1201, año en que se interrumpe bruscamente por lo que se cree que fue el de su muerte. Roger de Howeden es uno de los cronistas medievales más reconocidos por los estudiosos ingleses de aquellas épocas. Y el Regis Ricardi, no era otro que el popular Ricardo Corazón de León de las historias de Robin Hood, casado con Berenguela de Navarra, hermana de Sancho el Fuerte y por tanto su cuñado, por lo que el cronista debió conocer la historia que nos ocupa de primera mano.
            Y he aquí lo que nos cuenta.
            En el Magreb, la mayor parte de los estados modernos de Marruecos, Argelia y Túnez, y en la casi totalidad de la península ibérica musulmana reinaba el caudillo almohade Abu Jacob, el Príncipe de los Creyentes -Amir Al-Mu´nimin-, al que los cristianos, simplificando su nombre, llamaban Miramamolín. Y Abu Jacob tenía una hija, al parecer muy hermosa, quien, inexplicablemente, nunca le había visto, posiblemente a través de las noticias llevadas por los trovadores y juglares que recorrían las más diversas cortes reales, se enamoró de la apostura y valentía del nuevo rey de Navarra.
            Tan acendrada pasión le llevó a asegurar a su padre que no pudiendo concebir su vida sin consumar su amor, era capaz de quitarse la vida.
            Y al parecer, el amoroso padre, convencido de que su hija decía la verdad, envió una embajada a tierras navarras en las que ofrecía al, seguramente más que estupefacto galán, junto a la mano de la princesa la totalidad de sus posesiones en la península, una bicoca que Sancho el Fuerte no estaba dispuesto a rechazar.
            Y como, al parecer, el Emir de los Creyentes, le daba suficientes garantías, acompañado por una lucida escolta se puso en marcha y tras atravesar parte del reino de Aragón, se dirigió al señorío de Albarracín, propiedad de la familia navarra de los Azagra, don Pedro Ruiz de Azagra en este caso, quien puso a su disposición las naves necesarias para embarcar en alguna playa de Castellón.
            ¿Por qué Pedro II de Aragón no puso ninguna traba a que un rey, enemigo en aquellos momentos, atravesara sus estados con total impunidad? Sencillamente y en vista de lo que sucedió más tarde, porque lo prefería ausente y así poder invadir Navarra sin la presencia de uno de los guerreros más famoso de la Cristiandad, de quien los trovadores contaban sus hazañas, cuando todavía era el príncipe heredero, en su ayuda a Ricardo Corazón de León, su cuñado, en sus guerras en las tierras francesas -Aquitania, Poitou, etc.- en las que mandaban los reyes ingleses.
            No es que Sancho el Fuerte no se diera cuenta del peligro que podían correr sus reinos durante su ausencia. Si que era consciente de que sus vecinos la aprovecharían. Sin embargo, no creía que tardaría mucho tiempo en regresar. Un par de meses, tres a lo sumo. No tenía más que llegar a Marruecos, celebrar la boda con la hija del poderoso y acaudalado Emir de los Creyentes, una boda que ya tenía la aprobación del papa Celestino II, al haber consentido la princesa en abrazar la fe cristiana, abjurando la del profeta Mahoma, condición indispensable para reinar en un país tan acendradamente cristiano.
            Unas previsiones tan optimistas que se esfumaron por el lugar más imprevisto ya que, sólo alcanzar la costa marroquí, una embajada de los notables del reino almohade que, por su número y armamento, más parecía un ejército, le dio la noticia de que habiendo fallecido Abu Jacob, su trono había sido ocupado por su primogénito Muhammad, casi un niño, todavía menor de edad, una sucesión con la que varios príncipes de su propia casa no estaban de acuerdo y le habían declarado la guerra, por lo que debía comprender que, en esos momentos, era impensable la celebración de las bodas.
Pero el rey de Navarra, le aseguró el portavoz, no debía preocuparse ya que el nuevo Emir que ya le consideraba un miembro más de su familia, su hermano mayor, le juraba respetar la promesa de su difunto padre y entregarle a su hermana en las condiciones pactadas cuando se hallase bien asentado en el trono tras, con la ayuda de un guerrero tan celebrado, lograr la victoria sobre sus enemigos.
Lo cierto es que no le gustó el cambio y pensó en negarse y volver a casa. Había abandonado sus reinos con la intención de un pronto regreso y ahora, ante una guerra que nadie podía predecir el tiempo que iba a durar, ¿qué se encontraría cuando volviera?
Pero sus anfitriones tenían las ideas muy claras y no le dejaron pensar mucho, ya que tanto él como sus acompañantes no tardaron en darse cuenta de que la suerte estaba echada al ver como eran rodeados por el ejército amigo que, según la decisión que tomaran, podía convertirse en enemigo y cuyo número era muy superior al puñado de caballeros navarros.
Y no le quedó más remedio que aceptar la propuesta. Después de todo, parece que pensó, aunque me los quiten, no me costará mucho tiempo recobrarlos cuando sea rey de media España, precisamente la media España más rica.
Otra versión sobre los motivos de este viaje, generalmente dada por los cronistas castellanos con el fin de justificar un expolio injustificable, fue que se desplazó a África para, ante la situación de agobio en que se encontraba, pedir ayuda a los moros, a los paganos, contra los reyes cristianos, una infamia indigna de un rey que presumía de ser uno de los más esclarecidos paladines de la Cristiandad.
El caso es que sucedió lo que tenía que suceder. Alfonso VIII de Castilla 
Entró por Álava y Pedro II de Aragón por el este.
            Para los castellanos fue un paseo militar y no tardaron en alcanzar la costa cantábrica cayendo San Sebastián y todos sus alrededores, la ciudad fundada por Sancho VI, el Sabio, un monarca con un amplio sentido de la realidad y que buscaba un puerto de mar capaz de sacar los productos navarros a Europa, sólo una veintena de años antes, casi al mismo tiempo que  la capital alavesa, la ciudad de Vitoria, que fue la plaza fuerte que más resistencia puso a las fuerzas invasoras.
            Tal resistencia opuso que, cual una nueva Numancia, cercada por todas partes, faltos de provisiones sus habitantes y ante la insistencia de rendición por parte del rey de Castilla, consiguieron que les permitiera enviar una delegación a África con el fin de solicitar de su rey y señor natural permiso para rendirse, ya que, Alfonso VIII tenía que entenderlo, le habían jurado fidelidad y no podían faltar a su juramento
            Consintió el rey y a África partieron el obispo de Pamplona, don García, y el valiente y fiel caballero Martín Chipía, que había sido teniente, por el rey, de los castillos de san Juan de Pie de Puerto, Milagro y Azagra, entre otros y que la guerra le había cogido tras los muros de Vitoria.
            No tardaron en volver, con el permiso de Sancho el Fuerte y la plaza se rindió y con ella todo el país, Álava, Guipuzcoa y la parte de Vizcaya dominada por el rey de Navarra.
             Pocos meses más tarde termina la guerra de África con la victoria del nuevo Miramamolín (Amir Al-mu´nimin), llamado, a partir de la victoria, Muhammad al Nassir (El Victorioso) y aquí viene el gran chasco para el monarca navarro ya que, una vez vencedor, el joven Emir impone sus condiciones. Reconoce que está muy agradecido a un aliado que le ha llevado a la victoria y si lo desea puede llevarse a la princesa acompañado con una fuerte cantidad de oro, pero le es imposible mantener la promesa de su padre, Abu Jacob, de entregarle la España -y Portugal- musulmana, ya que faltaría gravemente a Alá y al profeta Mahoma, pues no dudaba que un rey cristiano no tardaría en obligar a los millones de buenos mahometanos, sus nuevos súbditos, a abrazar la fe cristiana.
            Sin tener otra opción, Sancho el Fuerte, cogió el dinero, en esto Muhammad al Nassir se mostró generoso ya que no le interesaba que unos guerreros tan esforzados, que podían aliarse con los enemigos que acababan de derrotar, permaneciesen en su territorio, dejó a una princesa que ya no le servía para nada y volvió a su reino, al que encontró tan mermado, como vulgarmente se dice, con el rabo entre piernas.
            Que trajo un gran tesoro es indudable. Cualquiera que lea las crónicas de su reinado podrá darse cuenta de que en lo sucesivo y en especial durante su encierro -el otro apodo por el que fue conocido en su tiempo fue El Encerrado- en el castillo de Tudela, donde se dedicó a rumiar sus desgracias, se convirtió en una especie de banquero y de comprador de todos los pueblos -Arguedas, Murchante, Cadreita, entre otros-, fincas, viñas y molinos que salían a la venta. Por medio de estos préstamos a Pedro II de Aragón y más tarde a su sucesor Jaime I, el Conquistador, fue como volvió a adquirir no sólo los castillos que le habían quitado durante su desgraciado viaje a África, también otros en Aragón, uno de los cuales, Petilla de Aragón, todavía lo conserva Navarra hoy en día.
            De la parte conquistada por los castellanos no se pudo recobrar nada.
            Doce años más tarde, 1212, ante la amenaza que suponía el imperio almohade, que había vuelto a pasar el estrecho, para los reinos cristianos y con el recuerdo de la gran derrota en Alarcos y ante la solicitud de Alfonso VIII de Castilla, el papa predica una Cruzada similar a las que iban a Tierra Santa, a la que no tardan en apuntarse numerosos integrantes de la primera nobleza europea.  La Cruzada estaba mandada por el rey de Castilla a quien acompañaba Pedro II de Aragón, sin la presencia de los otros dos reyes cristianos de la España cristiana, ni Alfonso de León, siempre en continua guerra con Castilla, ni Sancho de Navarra, que se negó a unirse a sus enemigos en tanto no le devolviesen lo robado.
            Julio de 1212 fue un mes mucho más caluroso de lo normal y los caballeros europeos, poco acostumbrados ni a esas temperaturas ni a las fragosidades de las sierras ibéricas, y al ver que el enemigo no estaba dispuesto a salir de Andalucía donde prefería esperar al ejército cristiano y elegir el campo de batalla, comenzaron a desertar casi en masa y volver a sus países. Hasta treinta mil hombres, dicen las crónicas que abandonaron la jornada.
            Y cuando más desesperados se hallaban los reyes coligados, y ya cerca de la sierra de Despeñaperros, vieron con sorpresa la llegada del rey navarro acompañado por unos pocos, no pasaban de trescientos, pero escogidos caballeros.
            ¿Qué había pasado en el ánimo de Sancho el Fuerte para cambiar tan drásticamente de opinión? Muy sencillo, de pronto, en su retiro de Tudela, se dio cuenta de que el enemigo a combatir no era otro que quien estuvo a punto de convertirse en su cuñado, el mismo Muhammad al Nassir que le había engañado tan miserablemente y ya, sin tiempo a levantar un ejército, reunió a su nobleza y puso rumbo al sur.
            Alfonso VIII no las tenía todas consigo. El recuerdo de la derrota de Alarcos no se podía apartar de su cabeza y temiendo una nueva, que podía ser definitiva, intentó convencer a sus aliados de la conveniencia de abandonar la Cruzada y con las fuerzas unidas, ir contra el rey de León. En lo que chocó frontalmente con el empecinamiento del rey de Navarra.
            -Yo no he venido hasta aquí a luchar contra los cristianos sino contra los moros.
            Dicen que dijo, quienes aseguraron haberle oído.
            El hecho fue que continuaron bajando y que por medio de un pastor -¿el arcángel San Gabriel, como así se aseguró durante toda la Edad Media?- que les mostró un nuevo camino que salvaba el célebre desfiladero, el día quince de julio, en unas navas -pequeñas colinas- cercanas al poblado de Tolosa, se encontraron con el temible campamento de las fuerzas de Miramamolín que, al menos, les doblaban en número.
            El lunes, dieciséis de julio, se dio la orden de atacar. En un primer momento la lucha estaba muy lejos de ser favorable a los cristianos, hasta el punto de que el rey Alfonso VIII, rodeado de enemigos, volviéndose al cardenal primado de España, el arzobispo de Toledo y su primer ministro, que más tarde escribió la crónica de la batalla, el navarro don Rodrigo Ximénez de Rada, le dijo Arzobispo, muramos aquí, Yo y vos”. A lo que el arzobispo, en un intento de superar los malos momentos por el que pasaban, respondió: “No moriremos, Señor, sino que antes venceremos”.
            Sancho el Fuerte sólo tenía una obsesión y no parecía dispuesto a seguir otra táctica militar que la de la fuerza bruta. Él había ido allí para tomar venganza de Muhammad al Nassir, el traidor que se había burlado de él, el traidor que le había puesto en ridículo ante toda Europa. Sus ojos no miranan otra cosa que aquella inmensa tienda roja, sobre la que ondeaba el estandarte verde del jefe supremo, que destacaba sobre todas las demás, desde la que el caudillo moro dirigía la batalla y de la que sólo le separaba la Guardia Negra, es decir, una muralla compuesta por centenares de esclavos negros, atados con cadenas unos a otros, por los pies, para que pudieran utilizar los brazos que sostenían las afiladas lanzas cuyas puntas se mostraban amenazadoras ante el enemigo y que sabían que la única posibilidad de mantener la vida y alcanzar la liberación era no dejando pasar a nadie.
            Contra esa masa de carne humana se lanzó. Con toda su humanidad de atleta de más de dos metros de altura, esgrimiendo su pesada maza redonda cuajada de pinchos que aplastaba todo lo que tocaba, seguido por sus caballeros navarros, machacando cráneos a diestro y siniestro. Rompiendo las cadenas. Hasta que, una vez pasada la muralla, se encontró ante la tienda en la que entró tal como estaba, sin bajarse de su caballo.
            Y allí se produjo la mayor decepción de su vida, ya que el aterrado Miramamolín, al ver lo que se le venía encima, acababa de huir por la parte trasera montado en su yegua más ligera, un veloz animal que siempre tenía preparado por si algún día le era necesario, conocida por todos por su extraña capa de distinta colocación y en la que no paró hasta encontrarse seguro tras los muros de Baeza.
Sobre un diván se encontraba el turbante verde, el símbolo de la realeza, en cuyo centro brillaba, orgullosa, una soberbia esmeralda, una esmeralda que incorporó a su escudo y que todavía figura en el escudo de Navarra.
¿Incorporó a ese escudo, igualmente, las cadenas que se dice se trajo consigo? No lo parece. En sus documentos posteriores no existe ningún sello en los que aparezcan esas cadenas y sí que existen en los que figura el Águila Negra heredada de su abuelo, García IV (1134-1150), el Restaurador, que la adoptó y trajo desde las tierras normandas de donde era originaria su esposa, Margarita de l´Aigle, del Águila, en cuyo escudo familiar figuraba desde varias generaciones atrás.
Fue su sobrino y sucesor, el conde de Champaña, Teobaldo IV, el hijo de su hermana Blanca de Navarra, y que le sucedió (1234-1253) con el nombre de Teobaldo I, quien primero utilizó las cadenas en su escudo, sin que se conozca su origen y cuyas varias interpretaciones pueden merecer un nuevo artículo.
Tras la batalla, Sancho VII el Fuerte, amargado, volvió encerrarse en Tudela desde donde prácticamente no salió hasta su muerte -1234-, dedicándose a administrar su gran fortuna. Y no dejando ningún hijo legítimo y aunque dejó por heredero a Jaime I de Aragón, algo que los navarros no aceptaron, el trono pasó al hijo de su hermana, Blanca de Navarra, que su padre, Sancho VI, el Sabio,  había casado con el poderoso conde Teobaldo III de Champaña y que reinó en Navarra con el nombre de Teobaldo I (IV de Champaña)


ESCUDO DE ARMAS DE LA DINASTÍA DE NAVARRA-CHAMPAÑA.

TEOBALDO I      1234-1253
TEOBALDO II     1253-1270
ENRIQUE I         1270-1274
JUANA I              1274-1304

sábado, 26 de noviembre de 2011

Teobaldo I de Navarra. El rey olvidado.



TEOBALDO I DE NAVARRA

EL REY OLVIDADO

            Por medio de esta tumba en la que vela al conde, Blanca, hija de los reyes de Navarra, revela todo el amor en el que arde por él.

            Epitafio que doña Blanca de Navarra, afligida viuda de sólo veintiún años de edad, hace imprimir en la tumba, de plata incrustada de piedras preciosas, que ofrece a su esposo, el conde Teobaldo III de Champaña, fallecido cuando se disponía a embarcar al mando de la tercera cruzada a la reconquista del Santo Sepulcro, el 24 de mayo de 1201.
            Sin embargo la joven viuda, tan querida y admirada por sus súbditos,

¡Qué suerte tienes, Champaña, al poseer una dama sin igual
tanto por su belleza como por su espíritu!

canta el trovador Jausbert de Puycibot, admirado por su belleza al verla el día de su llegada, no tiene tiempo para llorar ya que, a punto de dar a luz, sin pensar en el peligro, al saber que el rey de Francia, Felipe II Augusto, se encuentra en la cercana ciudad de Sens, a una jornada de Troyes, se hace llevar en litera acompañada por una partera. Es su primer acto como regente y consigue su objetivo: que el rey reconozca los derechos del heredero que lleva en su vientre, que según la ley feudal podía haberle quitado con la simple excusa de evitar el devastador efecto de una minoría de edad.
            Según cuentan las crónicas, el rey quedó tan admirado por la belleza y fortaleza de la princesa navarra que no dudó en complacer sus deseos.
            Y a su vuelta a Troyes, el 31 de mayo, da a luz a un niño que recibe el nombre de Thibaud, Teobaldo, IV de ese nombre como conde de Champaña y más tarde Teobaldo I, rey de Navarra, ya que se convertirá en el heredero de Sancho VII, el Fuerte, hermano de Blanca de Navarra, que morirá sin sucesor. Y lógicamente, su madre le transmite la misma sangre que si hubiera sido hijo del difunto rey y de su esposa alemana.
Por lo que no era, como se ha dicho, un rey francés sin lazo alguno con la vieja dinastía navarra.
            La regencia de Blanca de Navarra no es, precisamente, un camino de rosas. Convencido de su poder ante el que cree el débil gobierno de una mujer, un noble champanés, Erard de Brienne, alegando ciertos derechos a la herencia, le declara la guerra contado con aliados tan poderosos como el vecino duque de Lorena.

Noble heroína, condesa de juventud,
con la que Champaña se ilumina.

canta el pueblo admirado al verla cabalgar al frente de sus tropas, con la cabellera al viento y seguida por el joven Teobaldo que la acompaña en todas sus batallas.
            Una vez lograda la victoria, cuando su hijo alcanza los veintiún años, una vez cumplido el deber que se marcara a la muerte de su esposo, se retira al monasterio, fundado con ese fin, en Argensolles, donde morirá joven todavía, en 1229, habiendo rechazado a todos los aspirantes a su mano, entre los que parece se encontraba el mismo rey de Francia.
            En 1225, Sancho el Fuerte quiere conocer a su sobrino y le hace venir a Tudela, en cuyo castillo vive encerrado tras la batalla de las Navas de Tolosa. Pero antes de llegar a la capital ribera recorre todo el reino que desea conocer en profundidad. La visita no da los resultados apetecidos ya que al viejo rey no acaba de agradarle su forma de ser, en especial su fama, bien ganada ya, de poeta y trovador.
            Pero la gota que colma el vaso es su exigencia de que, antes de partir, la alta nobleza, las doce familias, le jure como heredero. Exigencia a la que el rey Sancho se niega y se despiden sin llegar a un acuerdo.
            Sin embargo la visita no ha sido en vano, ya que varios componentes de la nobleza, a cuyo frente figura Sancho Fernández de Monteagudo, se declaran partidarios suyos. Y cuando, el 7 de abril de 1234 fallece el rey, conscientes de que ha dejado un testamento nombrando heredero al rey Jaime I de Aragón, a quien había prohijado, una delegación enviada por el obispo de Pamplona, don Pedro Remírez de Piédrola, y encabezada por Fernández de Monteagudo y Juan Perez de Baztán, se presenta en Champaña con la noticia y, a uña de caballo lo trae a Pamplona, siendo coronado el día 8 de mayo en la catedral, sólo había pasado un mes desde la muerte del rey, adelantándose a que el rey de Aragón, que se hallaba en Valencia, tuviera tiempo de reaccionar, evitándose así una nueva unión de los reinos de Navarra y Aragón.
            Su primer disgusto lo sufre recién llegado, al conocer que Pamplona es ciudad episcopal en la que ni siquiera dispone de una vivienda digna, ya que el enorme castillo real, situado en el burgo de la Navarrería, es propiedad del obispo. Su orgullo no acepta la oferta de vivir de prestado y se aloja en un palacio situado en el lugar de Olaz, a una legua de Pamplona.
            Fue su bisabuelo, García III, el Restaurador, quien se vio obligado a solicitar un préstamo del obispado con el fin de repeler la invasión del rey de Aragón. Préstamo que no pudo devolver a su término, por lo que las garantías, los castillos de Pamplona, Monjardín y Huarte-Pamplona, pasaron a poder del obispo, don Lope de Artajona, que declaró a Pamplona ciudad libre del poder secular, en la que los príncipes temporales no podían ejercer ninguna clase de dominio.
            Situación que no era nueva para él, de ahí su enfado, pues ya se daba en Reims, la mayor ciudad de Champaña y antigua capital, convertida en ciudad episcopal al no poder su bisabuelo devolver un préstamo del obispo. Razón por la que los condes casi no la frecuentaban.
            Y comienza una pelea con el obispado que, con alguna alternativa, marcó todo su reinado, hasta el punto de vivir casi permanentemente excomulgado.
            Y así, apartado de los sacramentos, paradojas de la vida, el papa le envía, en 1239, a Tierra Santa al frente de la séptima cruzada en la que si no llegó a conquistar Jerusalén, debido a sus buenas disposiciones negociadoras, consiguió entrar en la ciudad donde se postró y oró ante el Santo Sepulcro.
            Grande era la diferencia entre Champaña y Navarra, tanto en riquezas como en desarrollo cultural. Champaña era una de las provincias más ricas de la Cristiandad y sus condes más poderosos que el rey de Francia de quien, sin embargo, eran vasallos. Sus rentas anuales cuadriplicaban las de Navarra -32.000 contra 8.000 libras-, rentas que provenían de sus ferias, las más concurridas de Europa. Troyes, Provins, Bar sur Aube y Lagny llenaban las arcas condales de libras provinesas y del resto de las monedas conocidas. Dos ferias anuales en cada localidad ocupaban casi todo el año y las casas de banca más ricas del mundo financiero tenían allí su sede, como la florentina de los Bardi, a cuyo frente estuvo el escritor Bocaccio.
            Y convencido de su interés económico, el nuevo rey crea en Pamplona la primera feria comercial que tiene lugar en Navarra. A las que siguieron otras en diferentes localidades del reino.
            Un país en el que su principal fuente de ingresos proviene del comercio, debe dotarse de un cuerpo policial capaz de mantener libre de delincuentes caminos y ciudades, un eficaz sistema contable, una red de albergues capaces de recibir a tantos visitantes y en general de todos los servicios necesarios para su desarrollo. Los condes eran conscientes de ello y Teobaldo I juzgó necesario hacer lo mismo en su nuevo país, por lo que no tardó en introducir varias reformas, tal como la Contabilidad Fiscal, para lo que creó el Tribunal de Cuentas que fue el antecedente de la Cámara de Comptos, fundada por Carlos II (1349-1387) siglo y medio más tarde.
            Treinta y cuatro años antes (año 1200), el rey Sancho el Fuerte había perdido las provincias vascas, la mitad del reino, y con ellas la salida por mar de los productos navarros. Y en lugar de intentar su conquista por medio de las armas -práctica habitual, y lógica, en aquellos tiempos-, se encarga de adquirir a los comerciantes de Bayona los derechos del puerto y a los propietarios de Laburdi y Zuberoa, los de los peajes de puentes y caminos que debían atravesar las caravanas.
            Más tarde le llega el turno a la Administración Territorial y crea las Merindades que subsisten hoy en día, más la sexta, la de Ultrapuertos o Baja Navarra, una parte más del reino, a cuyo frente pone la figura del merino. 
            Nuestro rey Teobaldo I vivía adelantado a su tiempo. Más que medieval, por sus gustos y carácter es un hombre más parecido a lo que dos siglos y medio más tarde se denominaría hombre del renacimiento. Sin duda se encuentra más cerca del humanismo de los antiguos griegos y romanos, que de las rígidas normas religiosas que regían la vida del mundo medieval. Sin embargo era un buen cristiano, como lo demuestra su activa participación acaudillando una cruzada, hecho por lo que recibió el título papal de Hijo predilecto de la Iglesia.
Lo cual no era óbice para oponerse a las ambiciones de la Iglesia sobre el poder temporal, basándose en el mensaje evangélico que manda Dar a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que es del Cesar.
Sus simpatías estaban de parte del partido gibelino, no del güelfo.
Religiosidad que se puede comprobar al escuchar sus poemas dedicados tanto a la Virgen María como a otros varios motivos religiosos.
            Hombre culto, poeta -la poesía y la música eran inseparables- y excelente músico, siempre fue considerado como uno de los más grandes compositores de su tiempo, el arte de moda en la época, en el que rivalizaban los más rudos guerreros -Ricardo Corazón de León, Enrique VI de Alemania, Guillermo de Poitiers, Guillermo de Toulouse-, por nombrar algunos, con ciertas damas -Leonor de Aquitania, Conttesa de Día, María de Francia-, y con quienes vivían de esa profesión, tales como los champaneses Chréstien de Troyes y Gace Brulé, su profesor, cuya influencia en su obra, es tan notoria.

Los pajarillos de mi país
los he oído en Bretaña.
Su canto lo  escuchaba, tiempo ha,
en mi dulce Champaña.
Y me han traído tan dulces recuerdos
que recomienzo a cantar,
con la esperanza del premio
que Amor tan a menudo me promete.

Canta desde un forzado exilio en la lejana Bretaña.    
            Obligado por Felipe Augusto a pasar su infancia en la Corte de Francia, donde es educado bajo la supervisión de la princesa heredera, Blanca de Castilla, la elige como su Dama, la Dama del Fine Amor o Amor Cortés, a quien se debe servir con amor platónico, inquebrantable, dedicándole sus más bellas canciones.

Dama, dicen que es posible morir de alegría.
Quería dudarlo, pero ha sido en vano.
Porque, de cierto, mi final más feliz
lo hubiera tenido entre vuestros brazos.
Tan dulce muerte hubiera colmado mis deseos.

            O esta otra, directa referencia a Blanca de Castilla, que empieza así.

La que yo amo es de tal señoría
que su belleza me vuelve engreído.
Cuando la veo no sé lo que digo,
tan confundido estoy que no puedo hablar.
           
            El Amor Cortés no tenía nada que ver con el sexo, aunque la culminación es, en teoría, la meta final, para lo que el enamorado debe cumplir con todas las imposiciones y caprichos impuestos por su Dama -como en un trágico juego de roll-, sufriendo hasta el deshonor, si es el caso, tal como le aconteció a Lancelot del Lago, lo más espantoso que le puede suceder a un caballero medieval. Y la meta, si al fin llega, puede tardar años.
            Una forma de amar curiosa y absurda para la mentalidad de nuestro mundo actual, en la que ambos amantes llevaban vidas separadas, haciendo vida marital normal con su pareja legítima, con quien creaban su familia y a quien no ocultaban su participación en el juego del Amor Cortés.
            Teobaldo I, el Trovador, fue tan admirado en su época que, en la Divina Comedia, Dante lo sitúa en el Paraíso. Prolífico, escribe sobre cualquier tema que pasa por su imaginación. Canciones, juegos partidos -en el que los contendientes desarrollaban un tema predeterminado-, debates, pastorales, canciones de Cruzada, de guerra, serventesios religiosos, a la Virgen María, lais religiosos…
            Y las escribe allí donde se encuentra cuando llega la inspiración. En lugares tan dispares como las paredes de sus castillos o la montura de su caballo, si viene cuando se encuentra de viaje.
            Y amante de la naturaleza, como lo demuestran varias de sus actuaciones que han llegado hasta nosotros.
            A la vuelta de la cruzada, en la isla de Chipre, donde reinaba su vasallo Hugo de Lussignan, encuentra unas uvas blancas, tan sabrosas, que decide traerse unas cepas. Uvas dulces, como continúan siendo las cosechadas en aquella isla, pero que, entre el fresco y lluvioso clima de Champaña y la fuerza de su tierra caliza, evolucionaron hasta producir un vino blanco, flojo y de bajo grado, una especie de chacolí, al que la inteligencia y sentido comercial de los franceses -champaneses-, supieron añadirle las burbujas que definen al Champagne, el vino empleado en las fiestas del mundo entero.
            Y en esa misma cruzada, en Siria, descubre la rosa de Damasco, una rosa roja que, a través de injertos ha sido el origen de la mayoría de las conocidas hoy en Europa. La ciudad de Provins, su antigua capital, se convierte en el mes de junio en un espectáculo digno de oler y contemplar, en el tiempo de la floración de los miles de rosales allí existentes.
            ¿Trajo esas uvas y rosas a su reino de Navarra? Yo creo que sí. ¿Por qué no lo iba a hacer, si a partir de su coronación vivió en su nuevo reino, en especial en sus últimos doce años de vida, más tiempo que en Champaña. Y… ¿qué fueron de las uvas? ¿Se perdieron o también han evolucionado y debido a nuestro clima, más templado, se han convertido en la base del maravilloso moscatel, tan de moda en la actualidad?
            ¿Y la rosa? Su caso es más triste, no la he visto en ningún lugar de Navarra. Salvo en el jardín de mi casa donde, junto a mis familiares y amigos, puedo disfrutar de algún rosal que traje de Provins hace unos quince años.
            Otro ejemplo de su preocupación por la naturaleza. El padre Moret, en sus Annales del Reyno de Navarra nos cuenta que en su tiempo, siglo XVII, los agricultores navarros denominaban tibaudinas a una clase de peras que trajo de Champaña. Y también se sabe que de Navarra llevó allí varias clases de frutas y hortalizas.
Su fino lirismo reflejado, tanto en sus canciones de amor -su fama como amante continúa siendo legendaria en Francia-, como religiosas, es indudable. Y para muestra un botón.

Tanto canta el ruiseñor
que cae muerto del árbol.
Nadie vio muerte tan bella,
 tan dulce ni agradable.
Así muero yo, cantando,
porque mi Dama no me escucha,
ni tiene piedad de mí.

            Entre las sierras de Alaiz y del Perdón y sobre una estratégica colina, hizo construir una fortaleza para proteger la vía que unía la montaña navarra con la ribera, castillo a quien el pueblo pronto denomina castillo de Tiebas.
En el lenguaje medieval francés, el nombre de Teobaldo se escribía Thiebault y así es como figura en las crónicas -Thibaud es el nombre moderno-, y se pronunciaba Tiebol, por lo que para mí no tiene duda de que ese es el origen del nombre de Tiebas, y no Tebas -dos ciudades de Egipto y Grecia con las que Navarra no tuvo ningún contacto o al menos no existe ninguna referencia, ni oral ni escrita, que lo atestigüe-. En cuanto a que el constructor fue su hijo y sucesor Teobaldo II, opino que todavía es una afirmación más peregrina. El castillo fue inaugurado el año 1253, el mismo año de su muerte, en el que el joven Teobaldo II (nace en 1239), sólo cuenta con catorce años de edad. Posiblemente le tocara pagar alguna factura retrasada, pero… ¿construirlo él, de niño? Seguramente se hallaba en la cuna, al comienzo de las obras. O en el limbo.
Harto del lluvioso clima de Champaña, decide vivir en la zona media del reino y construye el castillo de Olite, lo que hoy es el Parador de Turismo, en el lugar donde sus antepasados, los reyes, tenían un refugio de caza. Y al lado de donde, siglo y medio más tarde, levanta Carlos III, el Noble, el castillo gótico que todos conocemos.
Y en Estella, ciudad donde más tiempo reside, el palacio, a orillas del Ega, convertido hoy en museo y que denominamos Palacio de los Reyes de Navarra, el único edificio civil románico que se conserva, en parte.
Otra de sus “obras” -entre comillas- fue la destrucción del castillo de Huarte-Pamplona, que se alzaba sobre la cumbre del monte Miravalles. ¿Por qué lo hizo? En mi opinión, y no cuento con documentos que la confirmen, lo decidió cansado por la intromisión del obispo de Pamplona en sus asuntos. Origen de largas disputas durante más de un siglo, junto con los de Monjardín y San Pedro de Pamplona, debió de pensar que “muerto el perro se acabó la rabia”. Y decidió darle una lección.
Sin embargo, aunque de fuerte carácter, Teobaldo I era una persona afable y poseedor de un gran sentido del humor, tal como nos lo hace ver en alguna de las canciones de su madurez, en las que se burla de su incipiente gordura, un tema sobre el que le gastaban bromas sus amigos. Una persona capaz de reír de sus propios defectos dice mucho de sí mismo.
Se casó tres veces. La primera con Gertrudis de Dabo y Metz, viuda del duque de Lorena, a quien las tropas champanesas, mandadas por Blanca de Navarra, habían derrotado y dado muerte en las guerras contra Erard de Brienne. Unión efímera, ya que pronto fue anulada por el papa alegando la siempre fácil excusa de la consanguinidad, ante la presión del emperador Federico II de Alemania, que no quería una Champaña fuerte en sus fronteras.
En segundas nupcias con Ana de Beaujé, a la que amó y por la que fue amado, que murió joven tras haberle dado una hija, Blanca, a la que casó con el duque de Bretaña.
Y por fin con Margarita de Borbón, con la que tuvo siete hijos. De los que dos, Teobaldo y Enrique le sucedieron tanto en Navarra como en Champaña.
El amor, en todas sus facetas -Amor Cortés o amor humano- fue su religión, la gran razón de su vida,

…y tengo un corazón que sin cesar  me grita:
Amad… amad… amad…

por lo que sus esposas debieron sufrir bastante, Ana de Beaujé en menor medida, al ver desfilar ante ellas a sus numerosas amantes.
            En la portada de la catedral de Reims existe una escultura de la Virgen María, cuyo rostro se distiende en una sonrisa tan dulce y complaciente, como si acabara de ver colmados sus deseos más íntimos, que Viollet le Duc, no pudo menos que exclamar al contemplarla por vez primera: he aquí una dama a la que alguien acaba de susurrar al oído los poemas de Thibaud le Chansonnier.
            Y ahora, como ciudadano navarro, me hago esta pregunta, ¿cómo es que un personaje tan universal, ha caído en Navarra en el olvido más absoluto, siendo hoy prácticamente desconocido, en el país donde ejerció el poder supremo durante casi veinte años, en los que cambió las estructuras del reino, modernizándolo por delante de sus vecinos?
            No deja de ser un misterio.
            A los navarros nos encanta volver la vista a las raíces, de las que nos sentimos orgullosos y tanto el gobierno, como ciertas entidades financieras, buscan continuamente motivos en el pasado para sacarlos a la luz.
            En Pamplona existe una calle, de tercera categoría, Los Teobaldos y en Olite una plaza con el mismo nombre, delante del castillo construido por él. Nunca he visto, en ningún lugar, calles a los Carlos, a los Felipes…
Esos son los únicos testimonios que quedan de él. Del Thibaud le Chansonnier de Dante Alighieri.
            En Francia he podido comprar sus obras completas, en una edición de 1991. Y me pregunto, ¿el Gobierno de Navarra no podía publicarlas?
Existen numerosos discos y DVDs con su música. No hay más que
poner Radio 2 Clásica de RNE para escuchar, casi una vez por semana, al menos una de las composiciones del Rey de Navarra, dicen los locutores.
            Y ahí está la rosa de Provins. Rosa primitiva, sí, pero que emite la fragancia más dulce que yo he disfrutado jamás. Una joya de la jardinería.
            La uva Chardonnay, universal, en un momento en que la industria vinícola se encuentra de tanta actualidad.
-Un Chardonnay, por favor, se pide en los bares, sin necesidad de especificar la marca.
            Y los recuerdos de sus reformas: Administración Territorial, Merindades. La introducción de la Contabilidad Fiscal. La formación de la Cancillería. Olite, Estella, Tiebas-Tiebol…
            La cruzada. Siempre se nombra a Teobaldo II como al rey navarro que asistió a una cruzada, cuando lo hizo como acompañante de su suegro, san Luis IX, rey de Francia, en tanto que Teobaldo I acaudilló Ia suya.
            Forzado por Luis VIII de Francia, estaba obligado como vasallo, intervino en la cruzada de 1226 contra la herejía cátara. Lo hizo de mala gana, ya que se dio cuenta de que para el rey la religión era un objetivo secundario, ya que en realidad buscaba unir a su corona los feudos de Raimundo VII de Toulouse.

Yo me siento orgulloso por haber aportado mi granito de arena en el
largo camino que nos queda hasta hacerle volver al recuerdo de la gente, con dos novelas, a las que junto al entretenimiento para el lector he añadido el mayor rigor histórico posible.
Nadie vio muerte tan bella. Cuya acción transcurre desde que nace (1201) hasta que su madre, Blanca de Navarra, tan recordada en Champaña -la reine Blanche, de Mont-Aimé-, otro gran personaje de nuestra historia caído también en el olvido, le hace entrega del poder (año 1222).
            Un rey de extraña nación. Así fue como lo denominaron las crónicas a su llegada a Navarra. Un rey de extraña nación y extrañas costumbres, dijeron de él sus súbditos al verle por vez primera. (1222-1234).
Termina con la ceremonia de su coronación en la catedral de Pamplona.
            Falta una tercera para culminar la Trilogía del rey Teobaldo I de Navarra, que abarcará desde 1234 hasta su muerte en Pamplona (1253).
           
                                      Javier Díaz Húder
                                                                                                          Escritor