lunes, 28 de noviembre de 2011

Sancho VII, el Fuerte, de Navarra en la batalla de las Navas de Tolosa




SANCHO VII, EL FUERTE, DE NAVARRA Y LA BATALLA DE LAS NAVAS DE TOLOSA


            Aprovechando la ausencia del rey, Sancho VII el Fuerte, que desde el año 1198 se encontraba en las tierras africanas del Magreb, en el año 1199, Alfonso VIII de Castilla y Pedro II de Aragón invaden conjuntamente el reino de Navarra, el castellano por el sur, entrando por tierras alavesas y el aragonés por el este, por la zona de Aibar y Sangüesa.
            Y a su vuelta en el año 1200, Sancho el Fuerte, encuentra sus reinos  reducidos prácticamente a la mitad, tras la pérdida de veinticuatro castillos y plazas fuertes y las provincias de Guipuzcoa, Álava y la parte de Vizcaya -hasta el Duranguesado- que poseía a manos de los castellanos y de dieciocho a manos de los aragoneses. Y si la parte aragonesa fue más tarde liberada no sucedió lo mismo con la castellana, nunca más recuperada.
            ¿Y qué hacía Sancho el Fuerte en tierras africanas? ¿Qué era tan importante para dejar sus reinos, teniendo la seguridad de que iba a suceder lo que así sucedió, pues no podía ignorar que sus vecinos no iban a desaprovechar una oportunidad tanto tiempo deseada?
            Existen varias versiones en las que parecen mezclarse la realidad con la leyenda. La primera, refrendada por el riguroso cronista inglés Roger de Howeden en su Chrónica -De Gesta Regis Henrici Secundi y De Gesta Regis Ricardi-, una verdadera Historia de Inglaterra que va desde el año 732 hasta el 1201, año en que se interrumpe bruscamente por lo que se cree que fue el de su muerte. Roger de Howeden es uno de los cronistas medievales más reconocidos por los estudiosos ingleses de aquellas épocas. Y el Regis Ricardi, no era otro que el popular Ricardo Corazón de León de las historias de Robin Hood, casado con Berenguela de Navarra, hermana de Sancho el Fuerte y por tanto su cuñado, por lo que el cronista debió conocer la historia que nos ocupa de primera mano.
            Y he aquí lo que nos cuenta.
            En el Magreb, la mayor parte de los estados modernos de Marruecos, Argelia y Túnez, y en la casi totalidad de la península ibérica musulmana reinaba el caudillo almohade Abu Jacob, el Príncipe de los Creyentes -Amir Al-Mu´nimin-, al que los cristianos, simplificando su nombre, llamaban Miramamolín. Y Abu Jacob tenía una hija, al parecer muy hermosa, quien, inexplicablemente, nunca le había visto, posiblemente a través de las noticias llevadas por los trovadores y juglares que recorrían las más diversas cortes reales, se enamoró de la apostura y valentía del nuevo rey de Navarra.
            Tan acendrada pasión le llevó a asegurar a su padre que no pudiendo concebir su vida sin consumar su amor, era capaz de quitarse la vida.
            Y al parecer, el amoroso padre, convencido de que su hija decía la verdad, envió una embajada a tierras navarras en las que ofrecía al, seguramente más que estupefacto galán, junto a la mano de la princesa la totalidad de sus posesiones en la península, una bicoca que Sancho el Fuerte no estaba dispuesto a rechazar.
            Y como, al parecer, el Emir de los Creyentes, le daba suficientes garantías, acompañado por una lucida escolta se puso en marcha y tras atravesar parte del reino de Aragón, se dirigió al señorío de Albarracín, propiedad de la familia navarra de los Azagra, don Pedro Ruiz de Azagra en este caso, quien puso a su disposición las naves necesarias para embarcar en alguna playa de Castellón.
            ¿Por qué Pedro II de Aragón no puso ninguna traba a que un rey, enemigo en aquellos momentos, atravesara sus estados con total impunidad? Sencillamente y en vista de lo que sucedió más tarde, porque lo prefería ausente y así poder invadir Navarra sin la presencia de uno de los guerreros más famoso de la Cristiandad, de quien los trovadores contaban sus hazañas, cuando todavía era el príncipe heredero, en su ayuda a Ricardo Corazón de León, su cuñado, en sus guerras en las tierras francesas -Aquitania, Poitou, etc.- en las que mandaban los reyes ingleses.
            No es que Sancho el Fuerte no se diera cuenta del peligro que podían correr sus reinos durante su ausencia. Si que era consciente de que sus vecinos la aprovecharían. Sin embargo, no creía que tardaría mucho tiempo en regresar. Un par de meses, tres a lo sumo. No tenía más que llegar a Marruecos, celebrar la boda con la hija del poderoso y acaudalado Emir de los Creyentes, una boda que ya tenía la aprobación del papa Celestino II, al haber consentido la princesa en abrazar la fe cristiana, abjurando la del profeta Mahoma, condición indispensable para reinar en un país tan acendradamente cristiano.
            Unas previsiones tan optimistas que se esfumaron por el lugar más imprevisto ya que, sólo alcanzar la costa marroquí, una embajada de los notables del reino almohade que, por su número y armamento, más parecía un ejército, le dio la noticia de que habiendo fallecido Abu Jacob, su trono había sido ocupado por su primogénito Muhammad, casi un niño, todavía menor de edad, una sucesión con la que varios príncipes de su propia casa no estaban de acuerdo y le habían declarado la guerra, por lo que debía comprender que, en esos momentos, era impensable la celebración de las bodas.
Pero el rey de Navarra, le aseguró el portavoz, no debía preocuparse ya que el nuevo Emir que ya le consideraba un miembro más de su familia, su hermano mayor, le juraba respetar la promesa de su difunto padre y entregarle a su hermana en las condiciones pactadas cuando se hallase bien asentado en el trono tras, con la ayuda de un guerrero tan celebrado, lograr la victoria sobre sus enemigos.
Lo cierto es que no le gustó el cambio y pensó en negarse y volver a casa. Había abandonado sus reinos con la intención de un pronto regreso y ahora, ante una guerra que nadie podía predecir el tiempo que iba a durar, ¿qué se encontraría cuando volviera?
Pero sus anfitriones tenían las ideas muy claras y no le dejaron pensar mucho, ya que tanto él como sus acompañantes no tardaron en darse cuenta de que la suerte estaba echada al ver como eran rodeados por el ejército amigo que, según la decisión que tomaran, podía convertirse en enemigo y cuyo número era muy superior al puñado de caballeros navarros.
Y no le quedó más remedio que aceptar la propuesta. Después de todo, parece que pensó, aunque me los quiten, no me costará mucho tiempo recobrarlos cuando sea rey de media España, precisamente la media España más rica.
Otra versión sobre los motivos de este viaje, generalmente dada por los cronistas castellanos con el fin de justificar un expolio injustificable, fue que se desplazó a África para, ante la situación de agobio en que se encontraba, pedir ayuda a los moros, a los paganos, contra los reyes cristianos, una infamia indigna de un rey que presumía de ser uno de los más esclarecidos paladines de la Cristiandad.
El caso es que sucedió lo que tenía que suceder. Alfonso VIII de Castilla 
Entró por Álava y Pedro II de Aragón por el este.
            Para los castellanos fue un paseo militar y no tardaron en alcanzar la costa cantábrica cayendo San Sebastián y todos sus alrededores, la ciudad fundada por Sancho VI, el Sabio, un monarca con un amplio sentido de la realidad y que buscaba un puerto de mar capaz de sacar los productos navarros a Europa, sólo una veintena de años antes, casi al mismo tiempo que  la capital alavesa, la ciudad de Vitoria, que fue la plaza fuerte que más resistencia puso a las fuerzas invasoras.
            Tal resistencia opuso que, cual una nueva Numancia, cercada por todas partes, faltos de provisiones sus habitantes y ante la insistencia de rendición por parte del rey de Castilla, consiguieron que les permitiera enviar una delegación a África con el fin de solicitar de su rey y señor natural permiso para rendirse, ya que, Alfonso VIII tenía que entenderlo, le habían jurado fidelidad y no podían faltar a su juramento
            Consintió el rey y a África partieron el obispo de Pamplona, don García, y el valiente y fiel caballero Martín Chipía, que había sido teniente, por el rey, de los castillos de san Juan de Pie de Puerto, Milagro y Azagra, entre otros y que la guerra le había cogido tras los muros de Vitoria.
            No tardaron en volver, con el permiso de Sancho el Fuerte y la plaza se rindió y con ella todo el país, Álava, Guipuzcoa y la parte de Vizcaya dominada por el rey de Navarra.
             Pocos meses más tarde termina la guerra de África con la victoria del nuevo Miramamolín (Amir Al-mu´nimin), llamado, a partir de la victoria, Muhammad al Nassir (El Victorioso) y aquí viene el gran chasco para el monarca navarro ya que, una vez vencedor, el joven Emir impone sus condiciones. Reconoce que está muy agradecido a un aliado que le ha llevado a la victoria y si lo desea puede llevarse a la princesa acompañado con una fuerte cantidad de oro, pero le es imposible mantener la promesa de su padre, Abu Jacob, de entregarle la España -y Portugal- musulmana, ya que faltaría gravemente a Alá y al profeta Mahoma, pues no dudaba que un rey cristiano no tardaría en obligar a los millones de buenos mahometanos, sus nuevos súbditos, a abrazar la fe cristiana.
            Sin tener otra opción, Sancho el Fuerte, cogió el dinero, en esto Muhammad al Nassir se mostró generoso ya que no le interesaba que unos guerreros tan esforzados, que podían aliarse con los enemigos que acababan de derrotar, permaneciesen en su territorio, dejó a una princesa que ya no le servía para nada y volvió a su reino, al que encontró tan mermado, como vulgarmente se dice, con el rabo entre piernas.
            Que trajo un gran tesoro es indudable. Cualquiera que lea las crónicas de su reinado podrá darse cuenta de que en lo sucesivo y en especial durante su encierro -el otro apodo por el que fue conocido en su tiempo fue El Encerrado- en el castillo de Tudela, donde se dedicó a rumiar sus desgracias, se convirtió en una especie de banquero y de comprador de todos los pueblos -Arguedas, Murchante, Cadreita, entre otros-, fincas, viñas y molinos que salían a la venta. Por medio de estos préstamos a Pedro II de Aragón y más tarde a su sucesor Jaime I, el Conquistador, fue como volvió a adquirir no sólo los castillos que le habían quitado durante su desgraciado viaje a África, también otros en Aragón, uno de los cuales, Petilla de Aragón, todavía lo conserva Navarra hoy en día.
            De la parte conquistada por los castellanos no se pudo recobrar nada.
            Doce años más tarde, 1212, ante la amenaza que suponía el imperio almohade, que había vuelto a pasar el estrecho, para los reinos cristianos y con el recuerdo de la gran derrota en Alarcos y ante la solicitud de Alfonso VIII de Castilla, el papa predica una Cruzada similar a las que iban a Tierra Santa, a la que no tardan en apuntarse numerosos integrantes de la primera nobleza europea.  La Cruzada estaba mandada por el rey de Castilla a quien acompañaba Pedro II de Aragón, sin la presencia de los otros dos reyes cristianos de la España cristiana, ni Alfonso de León, siempre en continua guerra con Castilla, ni Sancho de Navarra, que se negó a unirse a sus enemigos en tanto no le devolviesen lo robado.
            Julio de 1212 fue un mes mucho más caluroso de lo normal y los caballeros europeos, poco acostumbrados ni a esas temperaturas ni a las fragosidades de las sierras ibéricas, y al ver que el enemigo no estaba dispuesto a salir de Andalucía donde prefería esperar al ejército cristiano y elegir el campo de batalla, comenzaron a desertar casi en masa y volver a sus países. Hasta treinta mil hombres, dicen las crónicas que abandonaron la jornada.
            Y cuando más desesperados se hallaban los reyes coligados, y ya cerca de la sierra de Despeñaperros, vieron con sorpresa la llegada del rey navarro acompañado por unos pocos, no pasaban de trescientos, pero escogidos caballeros.
            ¿Qué había pasado en el ánimo de Sancho el Fuerte para cambiar tan drásticamente de opinión? Muy sencillo, de pronto, en su retiro de Tudela, se dio cuenta de que el enemigo a combatir no era otro que quien estuvo a punto de convertirse en su cuñado, el mismo Muhammad al Nassir que le había engañado tan miserablemente y ya, sin tiempo a levantar un ejército, reunió a su nobleza y puso rumbo al sur.
            Alfonso VIII no las tenía todas consigo. El recuerdo de la derrota de Alarcos no se podía apartar de su cabeza y temiendo una nueva, que podía ser definitiva, intentó convencer a sus aliados de la conveniencia de abandonar la Cruzada y con las fuerzas unidas, ir contra el rey de León. En lo que chocó frontalmente con el empecinamiento del rey de Navarra.
            -Yo no he venido hasta aquí a luchar contra los cristianos sino contra los moros.
            Dicen que dijo, quienes aseguraron haberle oído.
            El hecho fue que continuaron bajando y que por medio de un pastor -¿el arcángel San Gabriel, como así se aseguró durante toda la Edad Media?- que les mostró un nuevo camino que salvaba el célebre desfiladero, el día quince de julio, en unas navas -pequeñas colinas- cercanas al poblado de Tolosa, se encontraron con el temible campamento de las fuerzas de Miramamolín que, al menos, les doblaban en número.
            El lunes, dieciséis de julio, se dio la orden de atacar. En un primer momento la lucha estaba muy lejos de ser favorable a los cristianos, hasta el punto de que el rey Alfonso VIII, rodeado de enemigos, volviéndose al cardenal primado de España, el arzobispo de Toledo y su primer ministro, que más tarde escribió la crónica de la batalla, el navarro don Rodrigo Ximénez de Rada, le dijo Arzobispo, muramos aquí, Yo y vos”. A lo que el arzobispo, en un intento de superar los malos momentos por el que pasaban, respondió: “No moriremos, Señor, sino que antes venceremos”.
            Sancho el Fuerte sólo tenía una obsesión y no parecía dispuesto a seguir otra táctica militar que la de la fuerza bruta. Él había ido allí para tomar venganza de Muhammad al Nassir, el traidor que se había burlado de él, el traidor que le había puesto en ridículo ante toda Europa. Sus ojos no miranan otra cosa que aquella inmensa tienda roja, sobre la que ondeaba el estandarte verde del jefe supremo, que destacaba sobre todas las demás, desde la que el caudillo moro dirigía la batalla y de la que sólo le separaba la Guardia Negra, es decir, una muralla compuesta por centenares de esclavos negros, atados con cadenas unos a otros, por los pies, para que pudieran utilizar los brazos que sostenían las afiladas lanzas cuyas puntas se mostraban amenazadoras ante el enemigo y que sabían que la única posibilidad de mantener la vida y alcanzar la liberación era no dejando pasar a nadie.
            Contra esa masa de carne humana se lanzó. Con toda su humanidad de atleta de más de dos metros de altura, esgrimiendo su pesada maza redonda cuajada de pinchos que aplastaba todo lo que tocaba, seguido por sus caballeros navarros, machacando cráneos a diestro y siniestro. Rompiendo las cadenas. Hasta que, una vez pasada la muralla, se encontró ante la tienda en la que entró tal como estaba, sin bajarse de su caballo.
            Y allí se produjo la mayor decepción de su vida, ya que el aterrado Miramamolín, al ver lo que se le venía encima, acababa de huir por la parte trasera montado en su yegua más ligera, un veloz animal que siempre tenía preparado por si algún día le era necesario, conocida por todos por su extraña capa de distinta colocación y en la que no paró hasta encontrarse seguro tras los muros de Baeza.
Sobre un diván se encontraba el turbante verde, el símbolo de la realeza, en cuyo centro brillaba, orgullosa, una soberbia esmeralda, una esmeralda que incorporó a su escudo y que todavía figura en el escudo de Navarra.
¿Incorporó a ese escudo, igualmente, las cadenas que se dice se trajo consigo? No lo parece. En sus documentos posteriores no existe ningún sello en los que aparezcan esas cadenas y sí que existen en los que figura el Águila Negra heredada de su abuelo, García IV (1134-1150), el Restaurador, que la adoptó y trajo desde las tierras normandas de donde era originaria su esposa, Margarita de l´Aigle, del Águila, en cuyo escudo familiar figuraba desde varias generaciones atrás.
Fue su sobrino y sucesor, el conde de Champaña, Teobaldo IV, el hijo de su hermana Blanca de Navarra, y que le sucedió (1234-1253) con el nombre de Teobaldo I, quien primero utilizó las cadenas en su escudo, sin que se conozca su origen y cuyas varias interpretaciones pueden merecer un nuevo artículo.
Tras la batalla, Sancho VII el Fuerte, amargado, volvió encerrarse en Tudela desde donde prácticamente no salió hasta su muerte -1234-, dedicándose a administrar su gran fortuna. Y no dejando ningún hijo legítimo y aunque dejó por heredero a Jaime I de Aragón, algo que los navarros no aceptaron, el trono pasó al hijo de su hermana, Blanca de Navarra, que su padre, Sancho VI, el Sabio,  había casado con el poderoso conde Teobaldo III de Champaña y que reinó en Navarra con el nombre de Teobaldo I (IV de Champaña)


ESCUDO DE ARMAS DE LA DINASTÍA DE NAVARRA-CHAMPAÑA.

TEOBALDO I      1234-1253
TEOBALDO II     1253-1270
ENRIQUE I         1270-1274
JUANA I              1274-1304

1 comentario:

  1. Nunca había entendido la participación de Sancho VII en la batalla de Las Navas de Tolosa, hasta que he leido este arculo.

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