viernes, 12 de agosto de 2011

Primera tentativa de reconquista del Reyno de Navarra. Septiembre-diciembre de 1512

      Este es el segundo artículo, de una serie de cuatro, publicados conjuntamente sobre la conquista del Reyno de Navarra, en este mismo blog.


      1) La conquista del Reyno de Navarra-
           Julio-agosto de 1512.
      2) Primera tentativa de reconquista del Reyno de Navarra.
          Septiembre-diciembre de 1512.
      3) Segunda tentativa de reconquista del Reyno de Navarra.
          Marzo de 1516.
      4) Tercera tentativa de reconquista del Reyno de Navarra.
           Mayo-junio de 1521.

PRIMERA TENTATIVA DE RECONQUISTA DEL REYNO DE NVARRA.

SEPTIEMBRE-DICIEMBRE DE 1512.


Alianza francesa con Navarra.

            Asustado Luis XII de Francia por la rapidez con la que Fernando el Católico se había adueñado de la totalidad del reino de Navarra, lo que significaba que tenía a su más encarnizado enemigo en sus propias fronteras, decide pasar a la ofensiva y concede a los destronados reyes, Juan de Albret y Catalina de Foix, la ayuda que sólo mes y medio antes les negara y que, sin ninguna duda, hubiera evitado la conquista.
            Y el 7 de septiembre de 1512, todavía no hacía dos meses que Pamplona había caído en manos del duque de Alba -25 de julio-, y prácticamente sólo quedaba alguna resistencia en Tudela, que cayó dos días más tarde -9 de septiembre-, la heroica fortaleza de Estella y algunos enclaves de los Pirineos, firma con los embajadores navarros el tratado por el que se pone en marcha la campaña de reconquista.
            Miedo totalmente justificado, ya que los 10.000 hombres que el duque de Alba tenía en la sexta merindad del reino, en la vertiente norte de los montes Pirineos, más otros tantos del marqués de Dorset, enviado por Enrique VIII de Inglaterra, en la frontera con Guipuzcoa, que formaban junto al papa Julio II la Santa Liga, nunca, desde dos siglos antes, desde la guerra de los Cien Años (1337-1453), contra los ingleses, había tenido Francia tan fundada amenaza de ser invadida. Peligro más grave si tenemos en cuenta que el grueso de su ejército todavía no había regresado de las guerras en Italia.

Superioridad numérica franco-navarra.

A finales de septiembre las fuerzas francesas junto con las que los reyes de Navarra, en un terrible esfuerzo económico, habían logrado reclutar en sus estados patrimoniales franceses: Bearne, Tartas, Limousin, Perigord, Albret, Bigorre, Marsán y el condado de Foix, podían calcularse en unos 40.000 hombres entre infantes, caballeros y artilleros, muy superiores a las del duque de Alba, encerrado en San Juan de Pie de Puerto y con grandes problemas para contener a sus enfadadas tropas que, mal endémico en aquellos tiempos, como no habían cobrado sus soldadas ni se les había permitido pillar botín en las ciudades navarras recién conquistadas, se sublevaron el día 24 de septiembre.
            El ejército franco-navarro, liderado teóricamente por el propio Juan de Albret y secundado por los más prestigiosos generales de Francia, en esos últimos días de septiembre sólo esperaban, para ponerse en marcha, la llegada de Francisco, duque de Angulema, el joven Delfín de Francia, sobrino y heredero de Luis XII, con quien iba a compartir en teoría el mando supremo de la expedición.
            Durante el tiempo que estuvieron esperando al futuro Francisco I de Francia, los generales de ambos bandos mantuvieron varios contactos en los que se habló de treguas. Contactos, al fin, rotos por los invasores cuando cayeron en la cuenta de que Fernando el Católico sólo trataba de ganar tiempo hasta la llegada del invierno, tan revuelto en la zona y poco apto para las maniobras militares.

Comienza la invasión

El 24 de septiembre el ala izquierda del ejército franco-navarro, mandada por el señor de La Palice, se hallaba en Sauveterre, en el Bearne, el centro, que después mandaría el Delfín, en Peyrehorade y la derecha, por Lautrec, en Bayona.
            Juan de Albret, una vez hubo recibido la aprobación de Luis XII la a su plan de campaña, lanzó - 30 de septiembre-, un manifiesto, en respuesta al enviado por Fernando el Católico, a las “villas, tierras, lugares y buenas gentes de Castilla, recordándoles que su rey, violando todos los tratados concertados anteriormente entre ellos, no sólo le había arrebatado el reino, legítimamente heredado de sus antepasados, por la fuerza de las armas, sino que, también, sólo con el mismo derecho se había declarado rey de Navarra”.
            Cuando parecía que la expedición no podía tener otro final que la reconquista del reino y que la aventura castellana iba a terminar en un sonoro fracaso, se produjo un acontecimiento que daba más fuerza a esas posibilidades. El marqués de Dorset, cansado por las continuas dilaciones y viendo que Fernando el Católico no tenía la menor intención de unir las fuerzas del duque de Alba con las suyas para atacar a Francia, motivo por lo que llevaba tanto tiempo inactivo en Gascuña, con graves problemas con sus soldados que más de una vez, ante la falta  de permiso para entrar en busca del botín tantas veces prometido en las indefensas ciudades francesas, se habían sublevado, decidió embarcarse y regresar a Inglaterra, lo que dejaba libre de enemigos al ala derecha de Lautrec.
            El 15 de octubre, los quince mil hombres a cuyo frente iban el destronado monarca navarro y el señor de La Palice, considerado el más experimentado general francés tras las guerras de Italia, a quien acompañaba el legendario Bayardo, “el caballero sin miedo y sin tacha”, ascendiendo por los escabrosos pasos roncaleses, ocuparon el valle, a excepción de Burgui, en un solo día. Y acto seguido el de Salazar, donde debieron vencer la resistencia de medio millar de beamonteses, y las Aezkoas hasta llegar al alto de Ibañeta desde dominaban los pasos del desfiladero de Roncesvalles y cortaban la salida al duque de Alba, bloqueado en una mal defendida y peor avituallada San Juan de Pie de Puerto, ya que al otro lado, en la localidad de Gárriz, se hallaba ya el Delfín de Francia impidiéndole el paso a la gran llanura francesa.
            Juan de Albret no tenía más que alargar la mano para recuperar su reino. El camino de Pamplona se hallaba libre de enemigos y no tardó en verificar como las gentes de los lugares por donde pasaba salían a recibirle alborozadas. Y Pamplona, como siempre lo había sido, era la llave del reino.  
           
Falta de coordinación de los mandos.

Sin embargo, La Palice, que ya veía segura la victoria, en un exceso de optimismo, en lugar de dirigirse a la capital, aprovechando la situación de bloqueo en que se encontraba el duque de Alba, donde les esperaba una población entusiasmada y, conocedora de las últimas noticias, dispuesta a atacar a la escasa guarnición castellana mandada por un desanimado Fonseca, decidió hacerse con la villa de Burgui donde el capitán Valdés, al mando de un puñado de hombres le hizo perder un par de días que, como más tarde se vio, fueron nefastos para la causa de los reyes navarros.
            Por su parte Juan de Albret, dejando los hombres suficientes en las cumbres de Roncesvalles para contener al duque de Alba, o al menos eso fue lo que él creyó, tomó el camino de Pamplona, sin prisas, esperando a que se le uniera el vencedor de Burgui.
            Entre tanto, el Delfín, habiéndose enterado de que las fuerzas que habían entrado en la Alta Navarra dominaban ya los Pirineos y se dirigían hacia Pamplona, desconociendo que La Palice y Juan de Albret lo hacían lentamente y por separado, decidió que el duque de Alba ya no constituía un peligro y se retiró a Mauleón, donde le era más fácil avituallar a sus tropas y desde donde podía esperar con tranquilidad los acontecimientos, con sus fuerzas intactas en la reserva y atender las posibles llamadas de auxilio.

Eficaz reacción del duque de Alba.

            Los espías del duque de Alba, que pululaban por la región, no tardaron en hacer llegar a su jefe tan sorprendente como inesperada noticia y sin perder un segundo de tiempo, tras dejar una sólida guarnición y todas las piezas de artillería, tan difíciles de acarrear por aquellos riscos, esa misma noche, viernes 22 de octubre, abandonó San Juan de Pie de Puerto y ayudado por varios guías lugareños, buenos conocedores de ciertos pasos y sendas secundarias, logró alcanzar Roncesvalles sin ser detectado por la vigilancia dejada por Juan de Albret, que no esperaba esa reacción y esa misma noche sus tropas durmieron en Burguete donde, de nuevo, sus eficaces espías le informaron que el rey de Navarra se encontraba a unas cuatro leguas más adelante, a medio camino entre Burguete y Pamplona, en una marcha lenta, a la espera, como siempre, de que se le reuniera La Palice.
            El general castellano, tras considerar las dos soluciones posibles para conseguir llegar al pie de las murallas de Pamplona antes que el enemigo: o realizar un rodeo y sobrepasarle o seguir tras él a una distancia prudencial en espera de un fallo, teniendo buen cuidado en no ser detectado, optó por la segunda, que resultó ser la correcta ya que dicho fallo no tardó en producirse. Cuando supo que su rival, en lugar de finalizar el viaje, rodear la ciudad y ponerle sitio, bloqueando todas las entradas, había acampado, una vez pasadas las montañas del Valle de Erro, en Larrasoaña, odenó despertar a sus hombres e inició la marcha en las primeras horas de la madrugada. Y utilizando los consejos de los buenos conocedores del terreno, al filo del amanecer del domingo 24 de octubre consiguió entrar en Pamplona sin haber perdido a uno sólo de sus doce mil hombres al atravesar aquellos montes tan abruptos, por las más recónditas sendas y vericuetos, dejando atrás al enemigo que dormía confiado sin la más mínima sospecha de lo que le esperaba al despertar.
Según nos cuentan las crónicas, el enfado del rey Juan y de La Palice fue inmenso. En sólo cuarenta y ocho horas, el enemigo, al que tenían encerrado en un agujero sin salida posible, en la capital de la Baja Navarra, se les había escurrido entre las manos y se burlaba de ellos desde la altura de las murallas.
Sin embargo no tardaron en sobreponerse al disgusto y convencidos, debido a su enorme superioridad numérica, de que le empresa no se les podía escapar, decidieron iniciar un cerco en toda regla con el fin de conquistar la ciudad antes de la llegada del invierno que, según los experimentados pastores de la zona, se esperaba muy riguroso por lo que con toda seguridad la nieve no tardaría en cerrar los puertos del Pirineo por donde llegaban los convoyes de abastecimiento enviados por el rey de Francia.

Pamplona cercada por su rey.

El día 3 de noviembre quedó establecido el cerco a una Pamplona que no había tenido tiempo de ser abastecida, por lo que si no pudiera serlo por la fuerza de las armas la ciudad se vería obligada a rendirse por hambre. Al menos eso era lo que pensaban los sitiadores.
Por su parte el duque de Alba, a quien Fernando el Católico le había prometido el envío de los tres cuerpos de ejército que ya se estaban formando, el primero en las fronteras con Castilla al mando del duque de Nájera, el segundo en las de Aragón a las órdenes del arzobispo de Zaragoza y el tercero formado por sus súbditos vascos de las regiones de Vizcaya y Guipuzcoa, no se dormía y no sólo puso la ciudad en un férreo estado de defensa si no que, temiendo una sublevación de sus habitantes a la vista de su rey legítimo, ordenó la vigilancia de los vecinos agramonteses, de los que se decía que tenían intención de entregar una puerta de la ciudad, haciendo deportar a Logroño a los doscientos más peligrosos.
El día 7 de noviembre se produjo el primer asalto formal, que no tuvo problema en ser rechazado debido, principalmente, a las diferencias de criterio entre los mercenarios asaltantes, entre los que se distinguían, por su falta de disciplina, los 8.000 lansquenetes alemanes que no estaban dispuestos a obedecer orden alguna que no les llevase directamente al botín.
En los días posteriores se limitaron a mantener el cerco sin dejar pasar ningún convoy con víveres, pero entre tanto arreció el mal tiempo y llegaron informes a los asaltantes de que las fuertes nevadas estaban cerrando los puertos de montaña, lo que podía dejarlos bloqueados al quedar cortada la posible retirada a Francia. El hambre comenzaba a hacer mucho daño, lo que obligó a realizar un ataque definitivo que tuvo lugar el 27 de noviembre y que fue rechazado al cabo de tan sólo unas horas.
Juan de Albret, convencido de que se perdía la última oportunidad, llorando de rabia, ofreció a los lansquenetes la totalidad de su fortuna si le ayudaban en una última tentativa, una proposición que aceptada por ellos fue abortada por La Palice, quien ya había ordenado la retirada y que tras prender a sus principales capitanes juró ahorcarlos si no obedecían sus órdenes.

Los 12 cañones de Belate

La retirada, iniciada el 30 de noviembre, fue penosa por el hambre, el frío y los continuos ataques del ejército castellano que no les dejaba ni un segundo de respiro. Y así, en uno de ellos, que más tarde fue denominado batalla de Belate, tres mil montañeses vascos mandados por López de Ayala cayeron sobre la retaguardia del ejército en retirada que sólo pudo escapar tras dejar sobre el terreno más de mil muertos y los doce cañones que transportaban, que los vencedores llevaron en triunfo a Pamplona.
Cañones navarros que hasta el año 1979, en plena transición política española, han formado uno de los cuarteles del escudo de Guipuzcoa.
Por culpa de una falta de sincronización y exceso de optimismo de los mandos militares aliados, se había perdido la gran oportunidad de reconquistar el reino. De los tres cuerpos del ejército sólo había intervenido uno, el mandado por el destronado rey y el señor de La Palice, con serias divergencias de criterio entre ambos, mientras que los del Delfín de Francia, que dejó escapar al duque de Alba, y de Lautrec, que se limitó a realizar unas correrías por Guipuzcoa, casi ni habían tenido tiempo de intervenir.

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